Nuestra forma de comportarnos, es decir, lo que solemos hacer, decir y pensar es lo que define la personalidad de cada uno. La formación de la personalidad incide en la manera de relacionarse con los otros, de verse uno mismo, y se fundamenta en las creencias y convicciones que va adquiriendo cada individuo. Estas creencias se van desarrollando a lo largo de la vida, pero muy especialmente durante la infancia y la adolescencia. Ciertos rasgos o características de personalidad, por ejemplo, el perfeccionismo o las ideas de inferioridad o superioridad, pueden hacer que una persona desarrolle comportamientos problemáticos, incluso patológicos.  En tales casos se habla de trastornos de personalidad.

Así pues, cuando la manera de ser de una persona y su forma habitual de reaccionar y comportarse se alejan significativamente de los usos y costumbres mayoritarios de la sociedad en que vive, sufriendo y/o haciendo sufrir por ello, hay que pensar en una personalidad patológica. Las principales anomalías se producen en los siguientes ámbitos:

  1. El estilo cognitivo, es decir, la forma de percibir e interpretar hechos, situaciones y personas, las actitudes así generadas y las características de la imagen de sí mismo y de quienes le rodean
  2. El estado de ánimo, el grado de estabilidad emocional y de adecuación de las reacciones emocionales a las situaciones que las provocan
  3. El control de impulsos y por tanto la frecuencia de reacciones o conductas precipitadas, sin prever consecuencias, escasamente razonables
  4. Las relaciones con los otros, el estilo de las mismas, su mayor o menor estabilidad y duración

Son varios los trastornos de personalidad. Según sus características se diagnostican como Trastorno límite de personalidad (TLP), Trastorno antisocial, Trastorno narcisista, Trastorno obsesivo, etc.